sábado, 9 de octubre de 2010

Una vela encendida sobre el cemento.
Una llama amarilla, pabilo y grasa.
Un suspiro perdido en flagrante viento.
El tiempo que se queda y la muerte pasa.

Típicamente solo, yendo y viniendo,
llevado del pañuelo y la ñata fría
por Espora hasta el cruce, se iba cayendo
justo del lado azul de la Policía.

Y otro, más de La Esther, Corimayo, tierra,
que iba midiendo el paso para asaltarlo
canturreaba su misma canción de guerra.
Hacía el dúo mientras le hincaba el marlo.

La cortina de flecos blancos y verdes
de la puerta de atrás de lo de la Flaca
sabía de tres rockers de Monteverde
que alternaban requinto, saxo y matraca.

Atrapada en el shopping desde la escuela,
repleta de ansiedad y Menú Porteño,
conoció al gallo que pudo darle suela
y le huyó porque no le encantó el diseño.

Y otros dos, sin monedas para el TMR,
seguros de que Dios lo escuchaba al Pato,
"Callejeros, ¡carajo!", y la mano al cierre.
"Ya que no puedo irme, me quedo un rato".

En los ojos marrones bajo el flequillo
reflejado el torrente de las bengalas,
los van sacando a pulso por el pasillo
y en cruz sobre otra espalda cruzan sus alas.